lunes, 29 de noviembre de 2010

COLÓN

El transbordador espacial Columbia debe su nombre a un barco que, capitaneado por Robert Gray, en 1792 se internó por vez primera en un gran río, que ahora lleva su nombre. Con este barco y este capitán, los estadounidenses dieron su primera vuelta al mundo. El nombre de Columbia, personificación femenina de EEUU, está derivado del apellido Colón.
Cristobal Colón fue ese loco al que se le ocurrió cruzar la Tierra en dirección contraria a la que establecían los cánones. Colón fue ese pelmazo que empeñó años en convencer a alguien para que subvencionara un viaje imposible. Colón fue ese mentiroso que descontaba millas recorridas a su tripulación. Colón fue ese irresponsable que abandonó a parte de sus hombres para justificar el regreso. Colón fue ese terco que empeñó sus cuatro expediciones en encontrar un paso al otro lado de las nuevas tierras.
Colón era un enamorado del mar y no estaba interesado en la tierra firme. Ayer, como hoy, los cronistas, los clérigos, los panaderos, los herreros, los zapateros, los granjeros se pudieron preguntar por qué Isabel la Católica malgastaba el dinero de la Corona en hacer feliz a un pobre infeliz. ¿Acaso no existían problemas más acuciantes en Castilla?
En nuestros días, la aventura de Colón se cuenta como uno de los grandes hitos de la Humanidad. Se relatan minuciosamente sus expediciones, y las tantas otras (y los tantos otros) que le siguieron. Su descubrimiento cambió el rumbo de la Historia. Nadie se pregunta si valía la pena. Ahora, quinientos años después, la hazaña se contempla con perspectiva.
or el contrario, hoy, como ayer, son muchos los que se preguntan si vale la pena el dinero invertido en la exploración espacial. ¿Acaso no hay gente muriendo de hambre en África? O de frío en EEUU. Pero dentro de 500 años, los mismos que nos separan de Colón, ¿verán que la inversión realizada en la conquista del espacio era un desperdicio de dinero? ¿O quizás nadie planteará esa cuestión por obvia y absurda?

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