martes, 26 de octubre de 2010

POLLO CONSIGO MISMO


Me gusta el pollo. Casi tanto como el pan, las malas ideas, l’amour l’après-midi o el alioli verde que me ponen unos amigos para mojar los caracoles. Verde como el trigo verde, como el verde, verde, limón, como la memoria (verde) de una anochecer lento y hermoso, como ese secreto que no sabe a alioli ni falta que le hace .


Mi pollo puede ser el pollo del todo el mundo aunque menos blanco y menos grasiento. Tengo (y tener es un decir, un denominar, vamos) un carnicero medio gitano, gitano de madre, limpio como una patena, joven, sonriente, hablador y muy buen vendedor. Me guarda unas pechugas oscuras, a mí que lo que más me gusta es el muslo, pero le hago caso y sólo le pongo su poquito de sal y su chorrito de limón para que se arranquen en una especie de silbidos en la parrilla, que unto con su grasita de cerdo para que no estén tan solas y se hagan con amor.


Es lo que he comido hoy. Una patata cocida, una si es no es de escalivada y un alioli verde para que la pechuga, además de amor, tuviera compañía. Son las cosas del querer. Y, qué quieren que les diga, puede ser que las del contar.

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