martes, 26 de octubre de 2010

PAN DE TRIGO Y QUESO DE FLANDES


Dicen por ahí, y a lo mejor es verdad, que el primer sándwich que se comió en Bogotá era el de pan blanco y queso holandés, tantos eran los viajeros a Europa a mediados del siglo XIX y tanta su curiosidad y ánimo de extranjería o al menos de innovación.

Tengo un amigo colombiano, de Pereira, la capital del Eje Cafetero, que desayuna café con leche y jamón y queso y casi siempre arepas. Vive a la sombra del mamotreto de Bofill, el edificio Walden de Sant Just Desvern, aunque un poco más arriba, y se levanta cuando cuadra, porque trabaja a turnos, y desayuna o come con apetito y con nostalgia y la mayor parte de las veces con convicción, por ese orden.

Su padre, de nombre Ovidio y vendedor ambulante de profesión, recorría hasta no hace mucho los pueblos de la región, Risaralda, con su carreta llena de pan blanco y tortas de maíz y dulces y confites. Llena de dos culturas y de esfuerzo y de sonrisas, seguramente, pero sobre todo de ganas de vender. Ahora, a los sesenta y dos años, no se mueve de su silla de plástico color verde maíz, a la puerta de su casa, y saluda a sus vecinos y les dice, descubriéndose de su gorrita color trigo, que su hijo vive en España y tiene un buen trabajo y que él, algo enfermo pero sobre todo decaído, ya no tiene que andar por los pueblos ni que pelear con los guardias ni que ahuyentar a las moscas ni discutir con las mujeres. En su paraíso, y también en el de su hijo, vecino de Sant Just (o a lo mejor de Esplugues), hay más maíz que trigo, más manteca que aceite y más salado que dulce. Es un paraíso estrechito, de dos calles como mucho, como un sándwich de jamón y queso crema o como una arepa, untuoso, repetido, con algo de bruma por las mañanas hasta que el sol le hace volver al patio de atrás para hablar de la fugacidad de la vida o quizás para beber una gaseosa fría, a sorbitos.

El patrón de la harina de trigo, de los molineros y de los panaderos seguramente debe de ser el poeta Virgilio, aunque no de todos (los franceses, tan suyos, deben de tener oros patrones laicos para sus naufragios y sus baguettes: quizás Albert Camus o a lo mejor Jacques Derrida, también medio argelino). Pero esta mañana estoy un si es no es conmemorativo y le pido al gobernador de la ciudad de Pereira un monumento honrado, rotundo, bien fundido, con una carreta y un vendedor de arepas y de pan blanco, de dulces y de confites. Cerca del aeropuerto, para recibir a los turistas despistados, a los devoradores de Derrida, de Galdós (los garbanceros) e incluso de Andrea Camilleri, los más gastrónomos y más impertinentes. Un monumento a las dos culturas, a la emigración y al exilio, interior y exterior. ¡Toma ya!

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